La escuela

Antonio Gomez Rufo


Mi padre tenía la costumbre de comprar el periódico del día siguiente pero, como no lo hacía para presumir de bien informado ante sus amigos, ni para alardear de adivino, ni mucho menos para enriquecerse con premios y loterías, no nos parecía mal. Lo llevaba haciendo tanto tiempo que ya no le dábamos importancia.

Al principio, cuando le preguntábamos por qué compraba ese periódico y no el del día, como todo el mundo, nos decía que para conocer de an-temano quiénes de sus conocidos iban a morirse, y así poder hacerles una última visita y despedirse de ellos, aunque por supuesto sin decírselo, que bastante tenían con lo que se les venía encima. Mi hermana le hizo notar que, en cuanto se extendiese la noticia de que a sus visitas se sucedía la muerte del visitado, su fama de agorero sería terrorífica y nadie querría recibirlo, pero él replicaba que llevaba veinte años haciéndolo y que, además de reconfortarle despedirse de sus seres queridos, nadie había insinuado nada parecido, por lo que no veía razón para dejar de hacerlo. Era una rareza de mi padre, sin duda, pero tan repetida que ya no nos sorprendía.

Así transcurrieron los años hasta que sucedió lo que nunca hubiésemos querido que sucediera, y fue la aparición de la noticia de su propia muerte en el periódico del día siguiente, una esquela dando cuenta de su fallecimiento y de la relación de todos nosotros, sus deudos. Fue mi padre quien la vio y a mí a quien se lo dijo; ni a mis hermanos ni a mi madre: sólo a mí. Estaba tranquilo, como si no fuese con él la cosa, y tan alterado debió de verme que me obligó a sentarme a su lado, me puso la mano sobre la rodilla y me habló pausadamente.

- Estas cosas tienen que pasar -dijo sin apartar los ojos de los míos-. Es de ley, nacemos para morir y tarde o temprano llega la hora. No hay que darle tanta importancia.

- Pero, ¿cómo puedes tomártelo así? -mi padre era un héroe o un inconsciente. A mí, nada me ha parecido nunca más terrible que la muerte. Pero él no perdió la calma. Sonreía y me hablaba en voz baja, sin alterarse ni perder ese mirada cálida.

- Me lo tomo así porque no tiene solución -contestó-. Además, creo que en el fondo es una suerte poder saberlo.

Yo no daba crédito.

- Claro -insistió con un aplomo envidiable, muy seguro de sí mismo-. Podemos arreglar todos los embrollos que acompañan a las defunciones: últimas voluntades, servicios funerarios, entierro, funerales... Hasta podemos preparar una lista de invitados...

- Pero...

- ¡No seas niño! -me interrumpió, regañándome-. Además, no quiero que se lo digas a nadie. Vamos a hacerlo todo tú y yo juntos, ¿quieres?

Juntos. Esa palabra tuvo un efecto balsámico para mí. Podía hacer algo con mi padre, lo último de verdad, y no iba a negarme. Así es que asentí, le prometí no decírselo a nadie, me abracé a él y preparamos el plan. Primero lo acompañaría al notario, luego contrataríamos los servicios de la funeraria, reservaríamos un buen lugar en el tanatorio municipal y por último visitaríamos al párroco para encargar un funeral solemne, con cuatro curas, un organista y dos monaguillos.

A la hora de comer, habíamos terminado todos los preparativos. Se empeñó en invitarme a un buen restaurante, aunque yo no tenía ningún apetito, y comimos entremeses, sopa, besugo y codornices; a los postres dijo que iba a emplear la tarde en visitar a sus amigos y conocidos, que durante años había ido a despedirse de los que iban a morir y era justo que ahora, sabiéndolo él, les permitiera despedirse. Acabamos la comida con una copa de coñac, un purito y otra copa más. Y a las cuatro de la tarde nos despedimos con un abrazo, lo besé en la mejilla y quedamos en vernos en casa a la hora de cenar.

- Tú al menos me verás -sonrió y se marchó.

¿Cómo podía ser tan cruel? Se estaba muriendo y en realidad parecía que era yo quien agonizaba. Aquella tarde fue una auténtica tortura, esperando a cada momento una llamada, un recado, la visita de alguien que nos comunicara el fatal desenlace. Pero nada de ello se produjo, sino que, al anochecer, mi padre volvió a casa tan tranquilo, rebosando salud, pidiendo la cena y engulléndola de un modo que a todos nos admiró.

Al suplicio de saber lo que iba a pasar se añadía el de no poder decírselo a nadie, y aunque todos en casa notaron mi abatimiento, nada les dije porque nada podía decir, con lo que todos supusieron que me andaba rondando una gripe.

Nos acostamos pronto; mi padre tranquilo porque sabía que estaba despidiéndose del mundo, con naturalidad; y yo inquieto, esperando de un momento a otro el estertor último, la llegada de la dama negra. Había sido un día agotador y caímos rendidos en la cama, pero ni así pude conciliar el sueño. Por el contrario pasé la noche en vela, los ojos abiertos, atento a cualquier ruido sospechoso que indicara que el destino se había cumplido.

Pero amaneció y el día se hizo nuevo. Corrí a la habitación de mis padres, me asomé a su lecho y comprobé que él dormía a pierna suelta, con una respiración profunda y el rostro plácido. Si estaba muerto, desde luego la muerte no parecía tan horrible; pero lo cierto era que un muerto no respira, ni mucho menos babea de gusto, por lo que seguía vivo, sin duda.

Alborozado, me abalancé sobre él y lo besé. Él se despertó sobresaltado, me apartó de encima y después, comprendiendo la causa de tanta euforia, se sentó en la cama y se echó a reír, soltando unas carcajadas tan grandes que nos desconcertó a todos: a mi madre, que despertó a su lado; a mí mismo, que lo miraba absorto, y a mis hermanos, que corrieron a la habitación para ver qué sucedía.

- Esto es para que te fíes de lo que dicen los periódicos -dijo mi padre, sin dejar de reír.

- Pero..., no lo comprendo -balbucí.

- Yo sí, hijo -dijo, partiéndose de risa-, yo sí: yo mismo fui ayer por la tarde a encargar mi esquela, pero, con tanto jaleo, se me olvidó decírtelo...







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