En los márgenes del bosque, en lo más hondo del mundo vive un hombre con nombre falso, papeles falsos y cara operada que no puede hacer otra cosa sino mirar de un lado a otro. Vive en una casa europea estrecha y pulcra con el césped forzado a la sumisión, una vista aérea de sello de correos enmarcada por ambos lados de lo que él considera el húmedo y peligroso exceso de una selva tropical. Por supuesto no es una selva en absoluto, es demasiado seco y no suficientemente cálido. Pero él lo llama la selva.
Él diría que vive solo, pero no es del todo verdad. Cree que está solo. Cree que se ha caído por los abismos del mundo, que su soledad es terrible y terminal. Pero no está solo, viven con este hombre y lo atienden a él y a su casa y su improbable jardín la sirviente Alegría y su marido Tomás y sus varios hijos. Él no es desagradable con ellos, ni tampoco particularmente agradable, aunque a veces les da a los niños unas monedas y, una vez, cuando Tomás se cortó el brazo con un machete, él le cosió la herida con una rápida y ligera seguridad que sorprendió a todos. Estas distracciones no son frecuentes. Más a menudo los días pasan sin que él se de cuenta de que hay más gente en la casa. La ruidosa vida de la cocina no le afecta.
Todos los años vienen algunos indios del bosque para cosechar las hojas de mate en las lindes de la propiedad de este hombre. Éstos extraen una bebida de las hojas y cantan hasta bien entrada la noche. Él ve sus hogueras desde su ventana como si fueran estrellas fuera de su sitio. Pero él no habla con los indios. No bebe mate. Él bebe té.
Estaba bebiendo té cuando vio el fantasma por primera vez. Ella vino avanzando desde el bosque con una falda y un corpiño de encaje, lazos rojos en el pelo, pelo oscuro y ojos igualmente oscuros. Un tipo racial inferior, pensó él, posiblemente una gitana o algo peor, y aun así no podía apartar sus ojos de ella. Sin saber si era real, y vigilando mientras ella se abría camino entre las parras, los espinos... seguramente se cortaría las manos, la suave piel de sus mejillas, pero no había sangre. Descalza, con pulseras que brillaban en sus muñecas y tobillos, llegó quizás a diez pies de donde él estaba sentado en su silla y su mesa de hierro forjado, bajo su sauce. Se quedó de pie frente a él, sin hablar. Y enotnces empezó a bailar.
El fantasma viene a él cada tarde a las tres, más constante que el más fiel de los amantes. El nunca le habla. No sabe su nombre ni recuerda su cara. No sabe por qué ella fue la elegida ni qué podría necesitar de él. Solo sabe que ella viene a él cada día y cada día su mente parece menos suya.
La paciencia de ella no se puede agotar. El tormento de él no puede acabar nunca. Ni la tristeza de ella por el tormento de él.
Lo sé.
Porque soy el fantasma que lo caza, los retazos rojos de un recuerdo que él nunca puede apartar de sí.
Baila, Sofía...
Bailo para él todas las tardes en la sombra del bosque. Porque bailé para él una vez.
Porque le dije que era bailarina y él dijo Sí, bailarina, es otra forma de decir puta ¿no? Y dije de nuevo que era bailarina y él dijo Muy bien, entonces te veré bailar.
Yo bailaba y él no me dejaba parar; bailé hasta que me dolían los pies. Los otros, los soldados, me insultaban: ¡Perra, puta gitana¡ Baila, dijo él, y bailé hasta que me caí. El hombre me miraba. Arriba, vaca, dijo, y me disparó en la pierna. Y cuando me levanté me disparó en la otra pierna. Alguien quiere una puta con las dos piernas malas, dijo, y se rieron.
Miré al hombre que podía salvarme. El que podía hacer que aquello acabara. Se quedó de pie durante un momento, mientras todos nosotros esperábamos. Entonces él les dijo Cuidad de que esta basura esté quemada por la mañana, y se fue.
Recuerdo esto como una historia que le podría haber ocurrido a otra persona, aunque sé que me ocurrió a mi. Era en un lugar lejos de este bosque, lejos en más sentidos que el métrico. Nos cogieron tratando de cruzar la frontera. Ellos dijeron que habíamos robado unos caballos, pero no era verdad. Ni siquiera ese hombre creía que fuera verdad, era simplemente por decir algo, era lo que siempre habían dicho de nosotros. Los viejos, los abuelos fueron asesinados directamente. Mis padres enviados a un lugar del que nadie regresaba. Recuerdo haber pensado que podría salvar a mis hermanos.
Pero, por supuesto, nadie podía salvar a nadie entonces.
Recuerdo su aspecto, ese ojo escrutador. Una sucesión de disposiciones, completamente sin compasión. Y aun sin odio. Una especie de abandono cansado, desprecio. Los ojos de un hombre muerto.
Veo sus ojos observándome ahora. Observándome bailar.
Él piensa que ha encontrado una manera de vivir en el mundo. Piensa que ha encontrado una especie de refugio, un cuadrado de tierra que pueda controlar. Levanta su mano y dice “para, aquí”, y el bosque se para. Las enormes raíces del árbol murmuran y doblan sus rodillas de una forma resentida.
Sus sueños no son del pasado. Sueña con terremotos, riadas, con ser arrojado al ojo publico por algún desastre natural. O con ser reconocido. Está cansado todo el tiempo. Tiene miedo de la energía, de la actividad, de la necesidad de fingir. Su vida es la vida de un reptil. Un periódico doblado delante de su plato por la mañana. Una taza de humeante café, cargado y dulce y un bollo. "Gracias, Alegría".
Todavía cree que el mal en él era algo aparte. Que podía quemarse y que lo ha sido. Que a través de un ritual, una educación, del millón de gracias civilizadas de un día, él podía ser un hombre de nuevo. Él piensa que puede olvidar y que se le permite olvidar, como si olvidar fuese una cualidad negativa, la falta de recuerdos, cuando de hecho es un acto de voluntad tan definitivo y determinado como el asesinato. Y por esta razón el fantasma viene a él, no es odio, no es venganza. Es simplemente que debe estar roto. Roto como un hueso, como una fractura azarosa que debe romperse limpiamente en dos para curarse.
Empieza a tomar drogas para apartar el fantasma de su mente. Dosis medidas, cuidadosamente inyectadas, aumentadas gradualmente. Es médico después de todo. Las drogas nunca llegan a funcionar. Cuando ella viene a él, él está siempre despierto, siempre vigilando. Ve sus labios moverse, imagina que está cantando. Siente que si alguna vez la oyera cantar, perdería la cabeza.
Llega un día en que sale de casa, busca distracción en la pequeña ciudad más cercana, una ciudad en los confines del mundo. Nadie lo reconocerá, piensa. El fantasma no lo seguirá.
Está sentado en el único bar del pueblo, un bar vespertino que está casi vacío. Sólo una araña hilando su tela y un perrito marrón que ha venido a tumbarse en el suelo para huir del calor, y un inglés leyendo el periódico. No se sienta demasiado cerca del inglés, pero el hombre nota su presencia, pide una copa para él, empieza a hablar de música.
El inglés tiene una barba descuidada y rojiza, una cicatriz en el cuello, blanca mientras el resto de su cara es rosado, y habla sobre Wagner. Extrañas referencias empiezan a aparecer en su discurso, observaciones que el doctor ignora al principio, que en ningún momento está seguro de haberlas oído, que imagina que ha entendido mal.
"Yo soy ciudadano suizo... un fabricante retirado de Basilea..."
"Ah," dice el inglés. "Esos hacendosos suizos. Los mejores bancos en el mundo...barras de oro. Lingotes de oro. Fundas de oro ¿o debería decir limas de oro?* Allí hablan alemán, creo".
"Alemán, sí," dice el doctor. "Y también francés".
Pero el inglés le habla con un mal acento alemán, Kaiser Wilhem y Von Richtofen y Deutsche Marks, o Deutsche Marx... las alusiones aumentan, se hacen más audaces, paso de la oca y duchas y hornos, todo ello con una voz divertida y jocosa.
Y después, como siempre, son las tres en punto y su fantasma está ahí, bailando para él como baila en el borde del bosque y él la mira, sin creerlo. El perro la mira también, y el inglés... ¿El inglés puede ver al fantasma? ¿O ve cómo el doctor la ve?
"Cazado solo por ángeles enfermos..." El inglés da un sorbo a su bebida. "En realidad creo que sería peor ser perseguido por un ángel que por un demonio".
"¡No voy a ser insultado!" El doctor tira dinero a la barra y se va. Un taco asoma a sus labios en un lenguaje que ha tratado de no usar.
El inglés está bebido.
O no.
Quizá una semana mas tarde Alegría anuncia una visita. Visitadores del consulado americano de una ciudad al norte. Varios americanos, también un inglés, y un hombre delgado un poco calvo que anda con un bastón y habla con un acento distinto, un acento que Alegría no conoce. El doctor le pregunta por este hombre pero ella sólo recuerda sus ojos, pequeños, detrás de unas gafas gruesas con montura negra, husmeando con el ceño intenso de un miope que busca algo. Le ordena que le diga a la visita que está enfermo, un ataque de migraña tan brutal que sólo tolera la oscuridad, la tranquilidad y el reposo total. Los hombres se van.
Lo salvaría si pudiera.
La tarde siguiente el fantasma baila ante él. Ha escrito varias cartas, las ha lacrado y se las ha dado a Tomás para que las envíe. Está escribiendo una carta que no va a lacrar. Ha intentado no mirar a la mujer, pero como siempre, levanta la cabeza y vuelve la vista, como siempre lo hace, y grita en su propio idioma: "¡No me has derrotado!" Sus palabras suenan fuerte en ese aire sombrío. "¡No he cambiado de idea!"
Le oye cantar ahora, una canción que no conoce y que ya empieza a recordar. Da un paso hacia ella, presiona su mano contra su frente, se cae al suelo. Ve los árboles del bosque, de la selva y parecen abrirse para él, para mostrarle el camino de entrada.
Lo veo irse. No lo sigo. Siento como me voy volviendo más ligera, como si el propio aire me pudiera llevar. Y espero todavía.
Lo salvaría si pudiera.
Quiero que lo recuerde todo...
Un sobrecogedor estruendo de alas. Los pájaros revolotean sobre las copas de los árboles más altos, como si hubieran sido molestados por algún ruido repentino agudo y fuerte. En lo profundo del bosque, donde nadie puede oír.
Traducido por Cristina Fernández Molina
Kathryn Kulpa received the 2000 Florida Review Editor’s Award in Fiction and was one of the winners of the 2000 Bridport Prize in England. Her short fiction has appeared in Madison Review, Larcom Review, Indigenous Fiction, Hayden’s Ferry Review, and Asimov’s Science Fiction. She lives in Middletown, Rhode Island.
Opinions expressed in Terra Incognita are not necessarily shared by all or any of the editors.
La revista no comparte necesariamente las opiniones de los colaboradores.