Raga de una noche de verano

Raman Singh

(english version)



(Raga, en su sentido más general, significa canción o melodía que, conforme a la teoría de la India, debe interpretarse en un momento determinado del día o de la noche para que surta un efecto transcendente sobre las emociones o el estado de ánimo de quien la escucha.)

      En la calle, el calor fermenta entre el empedrado. En oleadas fluye hacia las gradas del Partenón. Arrojo por la ventana la cucaracha aplastada, un destello aún del sol sobre su caparazón negro, una viscosidad entre amarilla y blanca escapando de su vientre. Un perro dormita a la sombra del dintel, rehuyendo el sol de Atenas.
      —Vuelve a la cama, dice Billy, con su arrastrado, melodioso deje virginiano, quebrando el espeso silencio entre él y yo.
      Posa sus ojos en mi espalda, húmeda de sudor, encuadrada en la ventana. Posa su deseo en la desvalida muchacha, la intocable muchacha, que debe a él su salvación, la cabeza apoyada en su regazo, presta a aplacar el fuego en sus entrañas. También Billy, de ese modo, está ligado a la tierra. Yo me invento historias, mitologías, y de ese forma me libro de él.
      En días como hoy, no es difícil dar rienda suelta a los pensamientos, como un raga al acecho de la ocasión propicia, como un nómada sediento que anhela un verde oasis .

      La lluvia monzónica tamborilea persistente en el tejado. El “pundit” y mi madre se acurrucan bajo el manglar. Mejor mojarse, piensa, que acceder a la casa de intocables. Veo que ahora me hace un gesto, que despliega mi horóscopo, mientras gotas de lluvia resbalan suaves sobre el pergamino. La tinta empieza a diluirse, grandes manchas negras que se deslíen en líneas onduladas: la tela de araña que encierra mi destino. Sobre su rostro arrugado – de ave rapaz – gafas con montura encasquetadas sobre su áspera nariz. Viene a vaticinar el destino que para mí reservan las estrellas por lo que resta de año. Hoy es el día de mi cumpleaños. No hay duda de que hoy es el día, pero mi madre no recuerda con exactitud que año nací. No sabe leer ni sabe escribir, debe el sentido del tiempo a la adivinación y a una memoria borrosa. No me importa pues ya me siento vieja, no en años, quizá, pero sí de otro modo. Sé enfrentarme al miedo cara a cara, sin dudas ni titubeos. Como aquella noche en que volvía a casa, y de pronto una cobra apareció en mi camino, tan tieso su cuerpo como una soga, la cabeza una concha suspendida en el aire, ondulante la lengua. Me paré en seco, a dos pasos del reptil, fijos cada uno en la mirada ajena. Era su presa, pero no me volví asustada, ni siquiera pestañeé. Sostuve su mirada como ella sostuvo la mía, ambos conscientes de algo desconocido y silente entre nosotras, algo sentido en mi médula y en su cuerpo, no una palabra, no un pensamiento, sino algo más bien como el apagado eco de un suspiro. Y entonces se acabó, enseguida se acabó. Retrocedí dos pasos, a la vez. Naga, el Dios Naga me dejó partir: sabía que haría cuando nos mirásemos cara a cara.
      Al fin, el pundit sacude la cabeza y pronuncia mi destino.
      – No le anuncia nada bueno – dice – el año nuevo.
     Madre levanta la mirada hacia el cielo sombrío, las distantes cimas del Himalaya bajo un manto de negras nubes, pidiéndole a los dioses que intercedan. – Pero no somos sino pobres intocables – lamenta.
      – El camino de las estrellas está escrito – dice el pundit, encogiéndose de hombros. Ciertas cosas están escritas.
      Madre vuelve a extender sus brazos hacia el oscuro cielo, suplicando a la diosa un cambio en los planes que el cielo reserva para mí. El pundit, celoso guardián de viejas tradiciones, sigue meneando la cabeza, negándose a transigir hasta que la lluvia redobla con más fuerza, sesgada, azotando sus piernas y obligándole a correr en busca de un lugar donde esconderse. Ha de ser purificada – proclama al partir, arrojándonos las palabras, ofreciendo la única solución posible para aplacar mi destino, mientras lucha desesperadamente con un paraguas que el viento ha ladeado. “Es el mismísimo Yama quien se interpone en su camino.”
      Tengo, más o menos, catorce años. Mi destino está fijado, una roca, no una nube. Yama, el Dios de la Muerte, me ha elegido, y no dejará que cumpla los catorce.
      Entramos de nuevo en casa madre y yo, ella sollozando en silencio, palpando mi rostro mientras yo descubro mi imagen fracturada en un espejo resquebrajado. “Eres linda”, dice, con voz melodiosa, insegura, dolorosa. Sé que sólo puede acercarse de soslayo a la verdad. Mi destino está doblemente maldito: en primer lugar por ser una intocable, en segundo por ser clara mi piel. Doble aberración, no sancionada por los dioses, bello objeto condenado. “Debería haberte obligado a quedarte largo tiempo bajo el sol,” llora ahora. “Para oscurecerte. Ser intocable y a la vez hermosa es …”
      Completo en silencio sus pensamientos: algo antinatural.
      Contemplo mi rostro en el espejo, maldiciendo la piel blanca como un lirio. Nada hermoso en ella, ni una línea que dibuje los labios, ni el menor repliegue o color en los ojos al que haya transigido una diosa distraída que dispensase la Belleza durante algún tedioso día de la eternidad. Pero sé cómo miran los hombres cuando paso junto al pozo en atardeceres de verano, cómo se atreve alguno incluso a emitir un largo y desafinado silbido, y sé hasta qué punto siguen con ojos fijos el movimiento de mi espalda, hasta mucho después que me halla ido.
      Cuando cesa la lluvia, acudo a mi santuario sobre el cañón, donde los insectos reprimen su monótono zumbido, a la esperan del próximo chaparrón, antes de volver a chirriar. En el aire reina un caos de pájaros cantores y llega el eco lejano de las colinas de Shiwalik. Aquí me siento hermosa por encima de las toscas imágenes de los espejos resquebrajados. Nada perturba el equilibrio de mi alma.

      Billy es un apátrida. No siente apego a nada. Sus padres son de Pennsylvania, Billy de Virginia. El tiempo, el espacio, la tierra – mugrienta extensión recién arada - significan poco para él. Cuando alguien ha nacido en una aldea del Punjab, toma entre sus manos un puñado de tierra húmeda por el monzón, lo levanta y piensa: he aquí el Punjab, heme a mí aquí. O contempla la luz crepuscular que perezosamente se desplaza desde los barrancos hasta los riscos y la siente como una segunda piel. Billy ve la luz, pero de otro modo. Si mirase ahora hacia el perro adormecido en esta canicular calle ateniense no pensaría sino en ángulos de cámara. Estamos aquí para disfrutar de unas breves vacaciones y olvidar nuestra turbulenta vida americana, para recuperar algo que ahora sé que nunca hemos tenido. Yo me siento a gusto en esta melancólica luz mediterránea, pero Billy no sueña sino en perspectivas de campo.
      Me dice que tengo ojos de Bette Davis. La primera vez que se lo escuché fue en la Escuela de la Misión, en Delhi. Yo barría el porche delantero, y él se acercó a mí por detrás, acariciando mi espalda suavemente, entonces fue cuando lo dijo. No me gustó que me tocase, pero tenía una deuda hacia su padre por haberme albergado cuando abandoné mi aldea, cuando vagaba sin rumbo. ¿Es una diosa, esa Bette Davis?
      Ahora, cada vez que intenta seducirme, dice que tengo los ojos de Bette Davis. Como si no supiera decir otra cosa . Tal vez sea su deseo es recuperar ese día en que lo dijo por primera vez. Pero ignora que no hay nada que recuperar. Recuerdo sus palabras, pero más indeleble es el preciso instante en que el cálido sol de la India golpeaba la buganvilla carmesí, y el pequeño petirrojo – sus alas como una música silente – que revoloteaba sobre el labio de cemento del estanque.
     – ¿Recuerdas cuando pensabas que Bette Davis era una diosa? –
      – ¿Y Bogart? – repliqué - ¿no es uno de tus dioses?
      Menea la cabeza. No hay dioses en América.
      Sé que hay dioses aquí, en Grecia. Desde la ventana, puedo ver a dos de esos dioses sobre una columna de piedra, entrelazados para siempre en un abrazo, sus labios resueltos, los ojos reverberando al sol, la amarillenta Acrópolis a sus espaldas. Con sus suaves rizos castaños y sus mejillas hundidas, la piel oscurecida por el sol, Billy me recuerda también a un dios, su dios, aquel cuyo retrato cuelga de la oficina de la misión en Delhi, las manos amartilladas al poste, la cabeza entornada por el terrible sufrimiento.
      – Vuelve a la cama – insiste. Su rostro, embadurnado de lechosa crema solar, parece una máscara primitiva saldada en una tienda de antigüedades.
      Oigo sus palabras pero mi mente está en otra parte. Me pesa el recuerdo de nubes monzónicas, y las somnolientas calles de Atenas me arrastran hacia el letargo. En mi mente, aromas picantes se confunden en el aire; un denso olor de papayas dulces se entreteje en la tarde como una red invisible. Estoy a caballo entre dos mundos… como mi bífido rostro en el espejo resquebrajado.
      Billy pide té al encargado de servicio, dice tsai y parakaló, las únicas palabras griegas que conoce. Piensa que todos los hindúes gustan del té. No se equivoca; lo amamos.
      Llegan niños y se ponen a jugar en la calle desierta. Coronan con una muñeca de trapo un fardo de periódicos. Billy me alarga una taza de té. El suave aroma del limón inunda mis fosas nasales. Me da una palmada en la cintura. En la calle, una densa línea de humo azul asciende desde la pila de papeles encendidos. Un anciano tocado con gorra de marinero se aproxima; los niños se alejan. Meneando su cabeza de cabello gris, el viejo apaga de un pisotón la hoguera y recoge cautelosamente la muñeca chamuscada. Se hace sentir una brisa, que enseguida escapa en busca de otro derrotero. El humo acre alcanza la ventana. Su olor es tenue, suave y delicado como un velo nupcial, me atrapa en el recuerdo de una mujer vestida con un saree, casada no hace más de tres meses, sentada sobre un charpoy y rodeada por un círculo de mirones, una pila de madera quemada dispuesta en torno a ella. Es como un ungido pájaro mítico hipnotizado por la declamación de sagrados versículos en sánscrito. Inmóvil junto al círculo de quienes contemplan la escena, imploro a mis dioses que me dejen recibir el espíritu del sutee, su devoción brevemente vivida pero apasionada por un amor que apenas conoció, y por el que daba ahora su vida. Callan los susurros. Se enciende la antorcha. Silencio absoluto. Las llamas surgen entonces en miriadas de destellos orquestados de color, como pavos reales y flamencos bailando en el aire. El Dios que desciende, que se convierte en la escena, es la escena. Fue la mujer, fue el bosque, fue la sagrada lengua de fuego, la espiral de humo denso dirigida hacia el cielo. Se manifestó en Todo.
      Billy se inmiscuye. “Casémonos”, exclama.
      Los niños no vuelven y el papel quemado se ha desparramado. El viejo marinero ha desaparecido por completo. El perro alza la cabeza, después vuelve a enroscarse en el sueño.
      Billy lo dice en el sentido en que su gente dice las cosas de este tipo. Como quien dice: “esta noche hay pasta para cenar”, o “¿te apetece una copa?” Con gusto diría que sí, sólo por verle llamando a su padre esta noche, cuando es menor el coste de la llamada, arreglándolo todo a continuación para tomar el vuelo de la mañana desde Atenas. Tan fácil abandonar y rendirse, como el día se rinde al sueño. Entreguémosle el triunfo: el hijo del misionero salvando a una infeliz, a una intocable muchacha pagana.
      Pero.
      – No quiero que me rescaten – digo.
      Billy entiende el amor y el matrimonio como instrumentos. Ignora que el amor está más allá del pecado y la salvación, destructor de visiones y atmósferas, de tactos y sabores… una bestia al acecho, inclinada a matar. No percibió la llameante lengua del amor, el terror absorto en el rostro del suttee mientras se ofrecía al ancestral sacrificio del amor, por amor. No fue testigo del alma que se elevaba de la pira, ascendiendo hasta el cielo para encontrar su sitio entre las diosas.
      Su mano tantea bajo mi cintura. Cree que tocándome logrará excitarme; puebla su mente alguna extravagante y docta teoría que prescribe la terapia táctil para despertar a una intocable. Me siento sólo profanada mientras sus dedos se aventuran sobre el calor de mi piel.
      En la calle, el aire está repleto de dioses inflamados esculpidos en piedra.
      – Espera – le digo. Pero no le digo que en mí está la canción del pájaro monzónico que siempre estará vedada a sus oídos.

      Recuerdo el agudo canto del pájaro koel en la rama, sus frágiles miembros negros destacándose con nitidez contra el dosel de verdes hojas en forma de corazón. Recuerdo el sudor de mis axilas y las palabras de consuelo de mi padre: “No es más que un brahmin, después de todo.”
      Y así acudí a purificarme una noche de verano, para que se alterase mi destino mediante la penetración de mi impuro cuerpo por su cuerpo sagrado. Sólo así podía él interceder por mí ante los dioses. Así apareció él ante mí, el marco de las gafas destacando en el bolsillo de su camisa, gotas de sudor resplandecientes sobre su nariz aguileña. Tras las hierbas de un matorral, donde el canto de faisanes convocando a las hembras inundaba el valle de un melodioso trino amoroso, me pidió que me tendiese sobre el suelo. Contra su raga crepuscular hicimos el amor, en silencio. Y cuando grité – sólo una vez – mi voz se mezcló con el canto de los pavos reales que acudían a reposar en las copas de los árboles.
      Con el final del monzón, su culpa se desvaneció. Cuando atravesábamos el callejón de la ciudad, marchando él como si yo fuera invisible, entendí que no había más culpa que la mía. Mía la culpa, mío el dolor.
      Mi cuerpo no rechazaría la cosa. Era una cosa porque yo lo era también. No podía amar un ápice de mis entrañas que me fuese completamente ajeno. Mi madre no se cansaba nunca de mirar hacia el cielo mientras planeábamos su desaparición.
      Cuando inserté una aguja de coser, pensé que el dolor me mataría. La sangre se propagó entre mis piernas tostadas como rojos afluentes del sagrado Ganges. Fuera de nuestra cabaña, un gorrión sobre el árbol del granado reunía pedazos de hierba e hilo para abastecer su pequeño nido. Basta, dijo mi madre, nos enfrentaremos a ello llegado el momento.
      Las semanas se convirtieron en meses. Cuando llegó el momento, me obligó a sentarme al borde del carpoy. No chillé. Con el primer grito, me dije a mí misma que así como una muchacha se convierte en mujer, y después de que ha nacido, así es como tu madre toma pisoteadas y envenenadas semillas de adelfa y las introduce en la boquita, y así es como sale suavemente la vida incluso antes de haber comenzado.
      Lo envolvimos en una hoja blanca, lo encerramos en un cesto de mimbre y lo cubrimos con restos de comida para que nadie se diese cuenta. Antes de amanecer, antes de que cantase el gallo, llevamos el cesto al basurero de la ciudad, y cuando mi madre lo arrojó entre los vertidos, sentí que una brisa me acariciaba las mejillas con tanta suavidad como la palma de un niño. Lo había alumbrado, sin saberlo. Ahora sabía en mi sangre cómo era, cómo era su suave y húmeda piel y cómo eran sus pulgares cerrados, sus ojos cerrados al mundo, y a los que no les daríamos la oportunidad de volver a abrirse, nunca.
      Por el extremo apartado, brotaban abundantes florecillas blancas en torno al pozo. La muerte era pétalos suaves girando en mi cerebro.
      Dos semanas después dejé la ciudad en dirección a Delhi, la gran ciudad. El primer día, un amable anciano que pregonaba hojas de betel en la calle se compadeció de mí y me guió hacia la Liberty Mission, donde encontré a Billy y a su padre. Querían rescatarme para un destino cristiano, y me invitaron a entrar. No me importó. Estaba hambrienta y cansada, y si por una noche recibía comida y una cama por rezar a un Dios extraño, era un justo intercambio. Pensé que ocurriera lo que ocurriera – bueno o malo – sería orden de los dioses, quizá consecuencia de la intercesión del pundit, o quizá, simplemente, como una reunión de las hazañas de mis antepasados. Si había que hacerlo, había que hacerlo. Y así permanecí con ellos hasta que un día inundado por la brillante luz de la India, el cielo como una canción irisada de pura luz azul, me llevaron a América.

      – ¿A qué esperas? – pregunta Billy.
      Cierro la cortina, prefiero mis decepciones en la oscuridad. Me arrastra, pensando que ha triunfado, que me ha domado y conquistado. Evoluciono en la oscuridad, como una serpiente que muda de piel, desprendiéndose sucesivamente una capa y otra de piel. No puede ver mis fieros ojos, mi lengua llameante, mi metamorfosis gradual en diosa devoradora. Chamusco sus muslos, chupo su rostro – la máscara de crema con sabor a aceite – y lamo su cuerpo hasta que arde. No es esto lo que sabe, esta apasionada aniquilación de sí mismo. Sólo es cuestión de segundos hasta que huya hacia las calles de Atenas… el salvador salvándose a sí mismo.
      La noche es más fresca, la brisa del Egeo penetra desde el sur.
      Cruzo un pequeño puente para sentarme entre los pinos de la colina de Philopappou.
      Cae continuamente un hilo de agua como un murmullo de canción al tocar el verdor de las orillas.
      Un avión pasa alto en el cielo, trazando una estela mientras vuela sobre Europa y el Atlántico.
      En el estanque junto al puente, algo con forma de serpiente se desliza en el agua. Quizá solo una rama negra, pero gotas de sudor perlan mi frente, un miedo cerval en la médula de mi cerebro.
      El aire está denso del olor a hojas húmedas.
      Un insecto, desconocido, trepa por mi rodilla desnuda. Lo empujo y lo veo caminar por el agua, ejecutando su humilde milagro.
      Los sentidos se adormecen en el silencio. Ni el más leve asalto del intenso y caliente sol de la India, ni el más leve polvo o suciedad del Punjab que me sofoque. Ninguna muerte, ninguna vida.
      Sólo mi alma pulsando las cuerdas del recuerdo en este momento inmóvil de pura derrota. Mi propia, jubilosa raga.



Traducido por Ramón J. García



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